
El historiador británico Edward Shawcross nos presenta en El último emperador de México la estrambótica peripecia vital de Maximiliano y Carlota, los efímeros, y últimos, emperadores de México. Además, el ensayista que firma el libro va un paso más allá y analiza la geopolítica que generó el gobierno de esa pareja extemporánea, al menos para los mexicanos, que fueron Maximiliano y Carlota
El emperador, que reinó brevemente, obedecía al nombre de Maximiliano I, un austriaco con el título de Archiduque, que fue cuñado de la archiconocida Sissi.
Ahora, el historiador británico Edward Shawcross construye, con jirones de su historia, una nueva biografía de un personaje, y su aventura personal, que ya fue novelada por Fernando del Paso en Noticias de un imperio.
Un fin trágico

La aventura imperial de Maximiliano I de México (1832 – 1867) concluyó, pocos años después de serle impuesta la tiara imperial, ante un pelotón de fusilamiento.
La historia de este efímero emperador fue de marca mayor, ya que, en vez de adaptarse a las peculiaridades mexicanas, desde un principio, él y su esposa Carlota, quisieron imbuir su imperio en todo el boato centroeuropeo.
Muchos califican las aventuras del archiduque y su esposa, más que de tragedia, de tragicomedia, a pesar del trágico final que vivió el noble austriaco, que tuvo que aguantar, bien es cierto que post mortem, que las tropas de Benito Juárez embalsamasen su cuerpo.
Una nueva biografía

Es la que acaba de publicar el historiador británico Edward Shawcross y que publica en castellano el sello editorial Ático de los libros bajo el título de El último emperador de México, donde nos revela lo que a todas luces tiene las trazas de una epopeya tanto vital como política.
El libro se centra en la biografía de Fernando Maximiliano José María de Habsburgo-Lorena, a quien sus allegados conocían como Maxi, tuvo ya llegado a México, enemigos poderosos, y no solamente mexicanos.
Su principal némesis fue el presidente mexicano Benito Juárez, que vio tal amenaza para la recién nacida República de los Estados Unidos Mexicanos, que una vez que tuvo a Maximiliano preso, lo condenó al pelotón de fusilamiento.
Fueron muchas las voces de insignes europeos, caso de Víctor Hugo, que pidieron al presidente mexicano que conmutase la pena capital, cosa que el político oaxaqueño se negó a conmutar.
Pero al otro lado del Río Bravo, el presidente de los EE. UU. Ulises S. Grant tampoco lo tuvo en gran aprecio, ya que consideró la instauración de un imperio en México, como una amenaza existencial para la recién nacida América unificada.
Napoleón III entre bambalinas

Aunque de orígenes austriacos, el principal muñidor del nuevo imperio y del nuevo emperador Maximiliano I, no fue otro que Napoleón III, que pretendía iniciar una nueva dinastía, fundada en sangre real europea, al otro lado del Atlántico.
Lo que nadie esperaba es que en unos pocos años, Maximiliano, que había nacido en el Palacio de Schönbrunn pasase a perder la vida fusilado contra un modesto paredón de adobe en Querétaro, ajusticiado por indios muchos de los cuales no sabían ni leer ni escribir.
La quijotada, urdida en París, tuvo después una deriva esperpéntica debido a que a Benito Juárez se le ocurrió embalsamar el cuerpo del emperador y guardarlo en secreto bajo siete llaves.
Desde una perspectiva geopolítica

Quizás la principal virtud de El último emperador de México sea que intenta ubicar el efímero imperio en una perspectiva geopolítica que sobre todo tuvo incidencia a miles de kilómetros de México, en Centroeuropa.
Maximiliano llega a México en el año 1863, teledirigido desde París por Napoleón III, donde las bayonetas francesas habían invadido el país americano con la excusa de una suspensión de pagos.
La aventura militar e imperial empezó mal y terminó peor, con las tropas francesas derrotadas por el ejército de la naciente república mexicana, y en lo que en la época se puede comparar con los fiascos militares de Vietnam, Afganistán o Irak.
La elección de Maximiliano fue por descarte: era el único miembro de las casas reinantes europeas que «estaba libre», aunque la biografía ofrece una explicación alternativa.
Dicha explicación se remontaría a los amoríos de la madre de Maximiliano, la princesa Sofía de Baviera, con el duque de Reichstadt, que no era otro que el hijo biológico de Napoleón Bonaparte; es posible que Maximiliano fuese fruto de esos amoríos.
Casi narrativa de ficción

Analizar los hechos del efímero imperio mexicano de Maximiliano nos lleva a pensar casi inmediatamente, por lo truculento de la historia, en una obra de ficción, o peor aún, en una ópera bufa.
Algunos de los hechos narrados, y verídicos, así lo indican: un Maximiliano absolutamente embelesado en la contemplación de una mariposa mientras a su alrededor se desarrolla una balacera o a su mujer perdiendo los estribos delante del Papa.
El devenir de Maximiliano y Carlota en México se puede calificar, sin ambages, como una tragedia anunciada, con indicios casi desde que la pareja regia pone los pies en México.
Pero ambos estaban imbuidos de una arrogancia como solo la pueden tener los nobles europeos que llegan al nuevo continente creyendo llegar a tierra conquistada.
Además, había otro factor que la cerrazón de Maximiliano le impidió considerar: su hermano mayor, estando Maximiliano en la línea sucesoria, no se fiaba de él, por lo que la idea de Napoleón III fue para él miel sobre hojuelas.
Una biografía apasionante

El último emperador de México, a pesar de ser una biografía, refleja muy bien la brillantez literaria que posee su autor, el historiador británico Edward Shawcross, siendo de muy amena lectura.
El texto refleja también la ambición de Maximiliano, que, a pesar de tener una vida regalada, ya que era hermano del emperador austriaco Francisco José I, era ambicioso y pensaba que crear una nueva dinastía haría que tanto él como su esposa Carlota, brillasen con luz propia.
El efímero reinado de Maximiliano I también refleja el fracaso militar de Francia, que en los primeros momentos de la invasión fue de la mano del Reino Unido y de Gran Bretaña.
La biografía muestra bien a las claras lo que pueden hacer para defender su tierra la fiereza de unos soldados, como los mexicanos, muchos de los cuales acudían descalzos al campo de batalla.
Fuente – EL PAÍS
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